Allá en lo más hondo, oculto entre el matorral y la espesura de los árboles; en un lugar de la sierra donde sólo el crujir de las ramas y el trinar incontenible de los pájaros pueden escucharse, se encuentra la preciosa Puebla de los Infantes. Y aún hoy, en los albores de esta lluviosa primavera, los alcornoques, desposeídos algunos de sus cortezas, ataviados sólo con la desnudez de sus rojizas tonalidades, continúan vigilando el camino que perfilan sus serpenteantes riberas.
Mi abuelo decía que esta era la mejor época del año para perderse en estas tierras, cuando, siendo niña, me llevaba a ver el bosque de su mano. Aún lo recuerdo, caminando entre encinares, sujetando orgulloso su hatillo de espárragos y elogiando la extraordinaria alfombra, jalonada de bellotas, que se extendía a nuestro paso. Mi abuelo me desveló el sortilegio del húmedo terruño, bajo el que se esconden por miles los gusanos; me advirtió contra el peligro que entrañan las setas venenosas y me enseñó a admirar el misterio indescifrable que encierran estas vastas dehesas con su séquito de aromas. Hoy he vuelto, abuelo, al paisaje de tus ojos.
Nos recibe en la Biblioteca Municipal un grupo de afables mujeres, no muchas, pero todas sonrientes, ataviadas de alegría. Me produce extrañeza. Yo espero gente muy joven, a la que llevo días anhelando apretar entre mis brazos. Quince, dieciocho, incluso, algunos hasta veinte años sin verlos. Caramba, cómo pasa el tiempo!
Me esperan sólo tres de aquella época y a una de ellas, sembrada de emoción, se le caen las lágrimas. Las abrazo. Tienen hijos ya! Se han hecho mujeres! Y qué alegría, saber todo lo bueno que han construido ! Poco a poco voy comprendiendo que aquellos chiquillos que un día fueron mis alumnos, han huido por la senda de los años y se han marchado de aquí, buscando las oferentes oportunidades que prometen las grandes ciudades. Sin embargo, en recuerdo a nuestro tiempo juntos, me han enviado a sus madres. Ellas han venido a recibirme, como blancos brotes de fragantes azahares.
Esta tierra, bendecida por Dios y olvidada de los hombres, que algún día no estará en los arrabales del mundo, volverá a latir entre juegos de niños y carcajadas de jóvenes. Es imprescindible que así sea. Mientras tanto, las madres velan por ella, la cuidan, la vigilan, la protegen, como un tesoro valioso, como un legado indestructible. Las madres, esas que siempre aguardan el regreso de los hijos, esas que esperan siempre imperturbables.
Ha llegado la hora de marcharme. Me cuesta. Irme de ellas es como un desgarro y, aunque las guardaré para siempre en las alforjas de la memoria, sus miradas me conmueven. También yo soy una de esas mujeres...
Gracias a La Puebla de los Infantes!
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