Cuando era
pequeña, mi filosofía de la trascendencia me hacía creer que los peces, al ser capturados,
dejaban para siempre en el mar un hueco en forma de vacío. Estaba convencida de
que las mareas eran los brazos del océano tratando de recuperar los peces secuestrados
por las redes y las cañas de los pescadores. Cuando me bañaba en la playa y mi
pie infantil atravesaba alguna zona fría, estaba segura de que lo que, en
realidad, pisaba era un banco de peces ausentes. Y un escalofrío me recorría
entera.
Hoy no tengo
ninguna duda ya. Las olas no son más que los gritos con los que las aguas
claman la presencia de unas criaturas que no les pertenecen; esas que tejieron sus
últimos sueños a la luz de la luna, esas que regalaron sus suspiros finales a
las manos vacías de las estrellas, esas que murieron sin llegar. Tantas…
Hoy las
olas del mar me parecen sollozos por aquellos que nadie clama piedad.