sábado, 20 de agosto de 2022

EL VELO DE SAHARA

Capítulo 1

Llegó tarde y era negra.

            Tenía en los ojos dos brotes de yerbabuena. Y sobre la espalda le resbalaba un enjambre de
abejas, igual que una mata encrespada de pelo sin peinar. Al pasar junto a mí, pude oler su cuerpo. A campo. Como el aroma que exhala el trigo reseco del verano. Aunque sus vestimentas, ocre y azul, me recordaron el mar, lamiendo con cada ola las arenas. Una túnica amarilla le estrechaba la cintura con abrazos de seda sobre el pantalón vaquero.

            A medida que avanzaba entre los pupitres, su silueta se arrugaba. Hojarasca tremolando hacia una hoguera que la quema. La directora la acompañaba, sujetándola por el hombro, hasta llevarla al lugar preciso que habían acordado para ella. Y allí la soltó, en medio de la soledad que se esconde tras el asiento final de la última fila.

            Todos la observábamos entre incesantes murmuraciones. Ninguno le sonrió. Ella escondía su rostro, agachando la cabeza y ocultando sus pupilas tras las sombras de los párpados. Tal vez, huía de nuestros pensamientos. A pesar de eso, insistimos. La obligamos. Nos giramos hacia atrás para que pudiera sentir el sable impío de nuestras miradas venenosas. Veletas dirigidas por la helada ventisca. Sin embargo, ni una sola vez levantó los ojos del suelo. Era un leño carcomido por el miedo, resignado a cumplir su destino en la hoguera. Una enjuta lasca de carbón sepultada bajo sus propios rescoldos.

            De repente, alguien desgarró de un zarpazo la telaraña espesa que nos enredaba. Y con turbia intención preguntó.

            — ¿Quién es esta negra?

            Aquellas palabras buscaban azotar el aire que respirábamos para castigarla a ella con furia. Marta, la profesora, las reprendió.

            — ¡No la insultes! ¡No te lo voy a consentir! Se llama Sahara, como el desierto del que viene. Y es de color. — aclaró.

            — Morenita… —añadió la directora, mirando a la niña con una sonrisa impostada, cercana a la compasión. — ¿Verdad, preciosa? —le preguntó.

            Sahara no la miró.   

            ¡Qué manía de cambiarle el nombre a las cosas! Es negra y fin. Pensé. Se avecina borrasca. O peor aún… Me temo un tremendo temporal.


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